No hay nada más contradictorio que decir que la democracia no es un instrumento para otorgar la libertad a los individuos que componen una sociedad. El sistema democrático permite a los ciudadanos expresar su opinión a través del voto escogiendo a sus representantes en las cámaras legisladoras. Claro está que no todos los sistemas democráticos son iguales, y que muchos de ellos tienen carencias que son inadmisibles en otros, mientras que estos otros tienen a su vez ciertos elementos que se acercan o se alejan de forma gradual a aquellos estados de derecho con leyes que aseguran de una forma más “amplia” la libertad de los individuos. De todas maneras, existen una serie de directrices aceptadas internacionalmente que marcan lo que es un “verdadero” sistema democrático, a instancias de las variantes que puedan existir en la realidad. Estas directrices tratan de aplicar en las sociedades reales ese ideal de democracia que ha perdurado durante milenios. El poder del pueblo como derecho per se y como única posibilidad de conseguir el bienestar y la justicia para todos los que forman esa unidad colectiva. El problema y la cuestión de este pequeño ensayo es el siguiente. ¿Es posible que la gente sea realmente capaz de decidir lo que es mejor para sí misma?
Se habla en muchos textos sobre cuáles son los mecanismos para hacer de un sistema el más adecuado para que la gente pueda tener un verdadero e igualitario acceso al poder y una completa libertad de expresión para poder decidir qué es lo que quieren, es decir, para que la gente tenga efectivamente el poder. No obstante, no se valora la capacidad del ser humano para autogobernarse. Cuando pensamos en un gobierno imaginamos una pequeña élite, elegida o no por sufragio universal, dominando y supuestamente, gestionando los recursos del resto de la población con el fin, nuevamente en el supuesto, de redistribuir la riqueza y orientar sus actividades al beneficio de esa población. Pensamos en un gobierno a nivel macro, esto es, en un estado con millones de ciudadanos. Pero extrapolemos el término gobierno a nivel micro, en el sentido de gestionar un hogar. Lo que se conoce por economía doméstica. Aquellos individuos que tienen a su cargo otras personas, como niños, ancianos u otros dependientes, o incluso aquellos que viven solos y que sólo deben gestionar su economía propia y preocuparse de cubrir sus necesidades básicas con una libertad total de hacerlo como quieran. Sin olvidar por un momento las circunstancias que rodean a los ciudadanos y que repercuten en sus vidas, como son la economía global, la situación del estado y otros elementos externos que escapan a su posibilidad de acción, es también cierto que estas circunstancias inciden por igual en otros muchos actores que se desenvuelven diversamente en el mismo escenario. Es decir, que no sería objetivo señalar los estímulos externos como los únicos responsables de una situación u otra (En este punto, podría llegarse a un debate con algunas corrientes de la psicología y de otros campos).
Los individuos pueden fracasar en la gestión de su economía doméstica debido en parte a su ineptitud personal, independientemente de las causas ajenas a ellos mismos. De hecho, algunos fracasan en un contexto favorable, siento prácticamente responsables por completo de su idiosincrasia. Llegado a este punto, podríamos pensar que estos individuos que hemos mencionado podrían encontrarse en desventaja debido a su ineptitud, como puede ser un disminuido. Pero quiero hacer hincapié en la mayoría. En la gran mayoría. Aquellos que designamos como mentalmente sanos y adultos con capacidad de voto. De esta mayoría, existe un porcentaje, que variará entre países, de personas que fracasan en su economía micro, que se equivocan constantemente o que no han sabido salir airadamente de una dificultad con éxito. Son los casos en los que un Estado de Bienestar se hace cargo y asume la responsabilidad mediante subsidios o lo que corresponda. Pero la pregunta es ¿están estos ciudadanos, aun habiendo fracasado en sus respectivas economías domésticas, capacitados para decidir racionalmente sobre quién debe gestionar un estado de millones de personas para el beneficio de todos o tan siquiera para el beneficio propio?
Quizá este ensayo no está siendo lo suficientemente conciso. Olvidémonos de los últimos dos párrafos. En realidad, muchos tenemos dificultades para llegar a fin de mes. Y entre nosotros, existen algunos que ahorran más y otros que disfrutan más la vida. ¿Quién es mejor gestor de su poder adquisitivo? ¿Quién aprovecha más esta vida lánguida pero breve al mismo tiempo? La respuesta sería difícil, afortunadamente no somos todos iguales y no tenemos porque gestionar o vivir nuestra vida de igual forma. No obstante, en un estado TODOS compartimos gobierno y a todos repercute la forma de gestionar de ese grupo de representantes que hemos elegido mediante una elecciones supuestamente libres y competitivas. Y gracias a nuestra diversidad y a nuestras distintas formas de pensar, nos decantamos por distintas opciones que pintan, en el mejor de los casos, un parlamento multicolor. Multipensante. Desgraciadamente, necesitamos una jerarquía, un gobierno que domine sobre el resto para gestionar de una forma más ágil y eficaz los asuntos de estado. Y esto se consigue con una mayoría que domine sobre el resto. Esto es, pasamos de la democracia al poder de la mayoría, que ya no es toda la población, sino una parte de ella. Por supuesto, no tendría más sentido que una minoría decidiera sobre una mayoría, aunque esta pueda equivocarse. ¿Y qué es equivocarse? Obviamente, no diré aquí qué opción política es mejor o peor. Pero espero no ser subjetivo cuando digo que la mejor opción como individuo y como parte de un colectivo es elegir la opción que nos beneficie. Si no nos importa el colectivo y no creemos en la redistribución de la riqueza (la forma del estado no es un dogma), por lo menos acertar es escoger lo que “realmente” más nos interese como individuos o como miembros de un grupo determinado.
El problema, y este es el punto central de este texto, es cuando elegimos algo voluntariamente que no queremos, es decir, cuando creemos que algo nos va a beneficiar y nos perjudica. Eso es equivocarse, eso es cometer un error, y afirmo, a través de la experiencia que supone ser testigo de un llamado sistema democrático, que existen ciudadanos que no saben qué es lo que van a votar, que acuden confusos a las urnas depositando la papeleta como una ficha en una ruleta de casino. Votan por su propio bien, votan por el bien del colectivo o por la dignidad de los animales, pero fallan en todos los casos, porque han sido engañados, fueron manipulados y su única forma de potestad ha servido para ensanchar la voluntad de otros. Ese es el problema. Vamos a poner un ejemplo típico (tan típico que debería pedirse disculpas cada vez que se utilizara). Cuando Hitler llegó al poder en 1933 mediante unas elecciones, no hubiera sido tan lamentable si los alemanes hubieran sido verdaderamente tan fascistas y asesinos en potencia como lo fue la camarilla del fürher. Lo triste (a parte de muchas otras cosas) fue que los ciudadanos no sabían todo lo que iba a suceder posteriormente, y las consecuencias que esa decisión iba a tener sobre los demás, y sobre ellos mismos.
Pese a que no tengo ni tan siquiera un conocimiento aproximado sobre antropología (ciencia ignorada para poder hablar con criterio del instinto del hombre), es palpable a simple vista la manipulabilidad del ser humano. Existen estudios que demuestran esta afirmación y otros que diseñan técnicas para perfeccionar una forma sutil de manipular a una persona y orientar sus pensamientos o deseos hacia un lado u otro (publicidad, propaganda, medios de comunicación, religiones, etc). Entonces, por un lado tenemos una libertad total (o parcial) de decidir quién queremos que nos gobierne, y por otro lado somos constantemente bombardeados con técnicas de manipulación para dirigir nuestro voto. Pasaríamos del poder de la mayoría a la psicocracia, el poder de la mente. Pero como existe una oligarquía poderosa detrás de todo este escenario de mentiras y manipulación, lo dejaremos en plutocracia. Sin embargo, esta minoría necesita de la democracia para legitimarse. Al fin y al cabo, precisa de esta mayoría conducida para llegar al poder. Debe ser un espectáculo a gran escala. Aquí viene el segundo punto de la cuestión. Hemos mencionado anteriormente que por fortuna no somos todos iguales. Algunos somos más manipulables y más sensibles a ciertos mensajes de lo que lo son otros. Quizá sea por biología, quizá debido a la cultura, por la condición social o simplemente por la edad. El caso es que no todos sabemos lo mismo, no tenemos la misma experiencia o la misma independencia ideológica, pero nuestros votos valen por igual. Es justicia social y se ha luchado mucho para alcanzar esta meta. Otro ejemplo. Una catedrática en ciencias políticas podrá conocer los programas electorales a fondo de cada partido, recordar los últimos 50 años de gobiernos, quién hizo qué y tener un conocimiento amplio sobre economía y cómo aplicar políticas sociales. Pero su voto vale lo mismo que un anciano desvinculado de la actualidad, con un vago y confuso recuerdo sobre quien gobernó y cuando, y con una ignorancia total sobre aquello que no esté relacionado con su vida en una pequeña aldea de montaña. ¿Quién decidirá que es mejor para millones de personas? No lo sabemos. ¿Pero quién será, probablemente, capaz de resistir ante una multimillonaria campaña propagandística y decidir lo que es mejor para sí mismo?
La ponderabilidad del voto, es decir, otorgar diferentes valores de voto entre los ciudadanos no es una solución, por lo menos una solución simple y arbitraria. Los menores de 18 años no pueden votar. ¿por qué? Supuestamente por su potencial manipulabilidad. ¿Y los mayores de 70 años no son igualmente manipulables? ¿No están muchos de ellos desvinculados de la realidad actual? Lo cierto es que el descontento y alejamiento de la sociedad hacia los políticos que les representan es una constante en los pueblos, contrapuesta con las grandes mayorías y bipolaridades existentes en los parlamentos, prueba de ello son las manifestaciones que comenzaron en España el famoso 15 de Mayo del 2011. La falta de memoria, no ya histórica, sino la reciente, la ignorancia y la manipulación mental hacen de la democracia un arma que dispara en contra de aquellos a los que ha de proteger, tergiversando totalmente su uso primario.
Algunos animales no forman parte de la naturaleza, en cuanto a que no han sido moldeados por la ley de la supervivencia, sino que los hemos modificado nosotros. Sólo para nuestros intereses. ¿Y si alguien nos hubiese moldeado y permitido vivir sólo para mantener este sistema? Seríamos como cerdos alimentados con falsas esperanzas por otros cerdos. ¿Qué importa quien nos gobierne si finalmente los llamados eufemísticamente “mercados”, es decir, los inversores, personas que poseen casi todo el capital en sus cuentas, son los que finalmente deciden por nosotros? ¿Qué pasa si a los inversores no les gusta el candidato que hemos escogido? ¿Qué pasa si los protectores del sistema deciden controlar la disidencia, manipulando nuestra única forma de protesta?
Esto parece un círculo vicioso orweliano del que no puede salirse sin una formación e información libre (plural y veraz), algo casi imposible cuando son los propios beneficiados del sistema quienes controlan los medios y la educación. Una posible solución, que expuso un compañero de clase entre las carcajadas del resto, serían parlamentos más representativos ¿por qué 200 diputados cuando pueden votar a través de la red 40 millones? También la adaptación del sistema ejecutivo, legislativo y judicial a las nuevas tecnologías y su “efectiva” separación, aunque esto ya parezca una utopía. Y por supuesto elecciones no sólo libres y competitivas, también igualitarias, donde un sistema pueda ser gobernado por múltiples opciones y no esté encaminado al mantenimiento de un poder establecido, para que sea un auténtico absurdo decir que la democracia es un arma en contra de la libertad.